Cromañón: a 15 años de la tragedia que dejó 194 muertos
Eran las 22.50 del 30 de diciembre de 2004 y con "Distinto", el tema de apertura de su disco Rocanroles sin destino, Callejeros arrancaba el último show de la temporada.
A bordo del sonido de la filosa guitarra de Maximiliano Djerfy y del ritmo monolítico que le imprimían a la base el baterista Eduardo Vázquez y el bajista Christian Torrejón, Patricio Santos Fontanet, líder y voz de Callejeros, arengaba a la marea de seguidores que atestaban República Cromañón. El local de Once, bajo el gerenciamiento del mítico Omar Chabán, iba camino de convertirse en el templo del nuevo rock. Y la banda de Villa Celina esperaba cerrar el mejor año de su carrera.
De repente, un fogonazo iluminó el techo de un rojo-anaranjado que comenzó a esparcirse. El sonido se apagó, y la confusión mutó rápidamente en miedo, y luego en terror, gritos, humo. Una bengala -técnicamente, un «tres tiros»- se había elevado en corto trayecto hasta encender la media sombra que cubría los paneles acústicos del techo de lo que había sido una bailanta antes de convertirse en el nuevo Cemento en el barrio de Once.
Los paneles hicieron su trabajo, pero no impidieron el incendio; favorecieron las expansión de las llamas con una consecuencia letal como nunca antes ni después se vio en la Argentina. Desde el techo bajó, sin aviso, la muerte lenta del ácido cianhídrico despedido por la combustión de la espuma de poliuretano de los paneles. Debajo, a nivel de la superficie, miles de jóvenes y adultos, incluso de niños de un puñado de años de edad, intentaban escapar. A oscuras se empujaban, se arremolinaban, trataban de enfilar hacia las puertas batientes a través de las cuales habían entrado. Pronto advirtieron, todos, que habían quedado encerrados y que República Cromañón se había convertido en una trampa mortal.
El lunes se cumplirán 15 años de la mayor catástrofe por causas no naturales de la Argentina: 194 muertos y 1432 heridos. Miles de familias devastadas y otros miles con secuelas que aun hoy no pueden superar. Resarcimientos que recién empiezan a llegar. Y consecuencias que fueron más allá de lo que se puso en juego en el largo e intrincado proceso judicial.
La tragedia de República Cromañón desnudó el descontrol de los controles del Estado, la ineptitud y la corrupción en las áreas de inspección y de habilitaciones comerciales porteñas y la connivencia de la policía, haciendo la vista gorda a cambio de dinero. Pronto se supo que en el local, habilitado para albergar un máximo de 1031 concurrentes, había más de 3300 fanáticos de Callejeros. Se supo, también, que los planos presentados a la Ciudad por los dueños de la propiedad no coincidían con la arquitectura del salón. Los matafuegos estaban vencidos, la manguera de incendio no funcionaba, no había plano de evacuación y la puerta de emergencia había sido criminalmente cerrada. Donde debía haber una puerta, la gente se topó con una pared…
El horror de Cromañón reconfiguró el mapa del poder de la época y marcó un punto de inflexión en la política de la Ciudad. Le puso fin al gobierno progresista, con la destitución de Aníbal Ibarra, y fue el punto de partida de una carrera que llevó a Mauricio Macri primero al despacho principal de Bolívar 1 y, ocho años después, le permitió cruzar la Plaza de Mayo para ocupar, desde el 10 de diciembre de 2015 hasta hace dos semanas, el sillón de Rivadavia.
El dramático incendio de Once tuvo profundas consecuencias en la producción de recitales de rock en la Ciudad. Marcó, inicialmente, un «apagón» de los shows en vivo, ya que mientras se discutían las condiciones en las que los locales que hasta entonces albergaban a las bandas podían funcionar, nadie ofrecía un escenario seguro para músicos y el público.
Pero también puso en entredicho las formas; en especial, cuestionó ese estilo de «rock chabón» que encarnaba Callejeros, que convertía al público en protagonista, en un espejo del modelo de las barras en los estadios de fútbol. Banderas y fuegos artificiales como parte de un decorado global que excedía el escenario, en un ida y vuelta que los músicos de la banda capitaneada por «Pato» Fontanet reconocía e incluso arengaba.
La tragedia desnudaba, también, la falta de preparación del Estado para atender una situación de semejante magnitud. Minutos después del incendio, las ambulancias que comenzaron a llegar a Cromañón pronto no bastaron. Colectivos de línea fueron desviados desde Plaza Miserere hasta Bartolomé Mitre al 3300 y terminaron convertidos en transportes de heridos a destajo. Los hospitales se vieron superados a la hora de la atención. En la emergencia se advirtió la falta de suficientes insumos. No había un protocolo uniforme de intervención de urgencia, lo que se conoce como triage. Sobre todo eso también se discutió durante meses en busca de una legislación y medios que sirvieran para enfrentar una crisis excepcional como esta.
Las escenas que entregaba Cromañón eran escalofriantes. Primero, cuando se descubrió que las puertas del local estaban cerradas con cadenas y candados que las hacían infranqueables. Los cuerpos se apretujaron contra el metal, unos sobre otros; mientras desde afuera la policía intentaba abrirlas, por las rendijas asomaba brazos y se escuchaban desgarradores gritos y pedidos de ayuda.
Cuando la puerta de emergencia de dos hojas finalmente cedió, los cuerpos exánimes comenzaron a recortarse entre la densa humareda; era algo nunca visto. Entre los que lograron salir de aquel primer horror, hubo incluso quienes, a poco de caminar por las veredas enloquecidas de aquella calurosa noche de la antevíspera del fin de año, caían como moscas, muertos. El sucio gas caído del techo había quemado las vías respiratorias de muchos; sus pulmones y sus corazones sucumbían ante el veneno negro del ácido cianhídrico.